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Categoría: Tribuna Pública

Las estancias a mediano o largo plazo en un país extranjero nos permiten experimentar una forma de turismo distinta a la que nos ofrecen las visitas cortas con sus horarios, reservaciones e itinerarios más o menos restringidos. Tomando al box como ejemplo, podríamos hacer la misma comparación que hizo Julio Cortázar para distinguir entre cuento y novela: la estancia es una lucha que se gana por puntos, mientras la visita corta gana por knock-out.

La estancia nos exige asentarnos, establecer una rutina, hacer despensa, dedicar tiempo al trabajo y apartar unas horas diarias a los recorridos. La visita corta nos impulsa a sacar el máximo de provecho en el menor tiempo, conocemos las ciudades mediante un bombardeo de experiencias continuas y, cuando regresamos, los recuerdos del viaje se nos presentan como un sueño eufórico.

Cuando se tiene la oportunidad de pasar un periodo largo en una ciudad de otro continente, el espíritu aventurero nos lleva a querer abarcar el mayor número de espacios posibles, viajar de París a Londres, de Seúl a Tokyo, de Hamburgo a Berlín o de Hong Kong a Bangkok. Pero, conforme la cultura que te rodea logra seducirte, el espíritu del investigador se apodera y te ata a las calles de la ciudad donde habitas simplemente porque quieres conocerla más, como si se tratara de un nuevo interés romántico.

Mi primera fue París. Llegaba el sábado y se presentaba la oportunidad de volver a salir, ir a Madrid, ir a Bruselas. Pero París, por sí misma, tiene tanto que ofrecer las 24 horas, que se vuelve natural pasear durante todo el día. Caminas hasta altas horas de la noche sólo para memorizar sus calles, ver la plaza del Louvre vacía a las cuatro de la madrugada, probar el pan de pasas de cada distrito y elegir el favorito, comparar los colores que produce el reflejo del sol en los muros de Notre Dame en las distintas estaciones del año.

Conforme los secretos de una ciudad se desenvuelven ante ti, descubres el obstáculo con el que se topa cualquier visitante: la lengua. Sepas o no francés, hablarlo como un parisino es imposible si no creciste ahí. No hablar el idioma local en una visita corta es una incomodidad pasajera (fuente de anécdotas divertidas), pero durante una estancia resulta una dificultad amorosa: ¿cómo puedes entregarte si no conoces con certeza lo que te dice tu nuevo objeto amoroso?

Lógicamente, el obstáculo comunicativo es mayor mientras más lejana es la cultura que visitas. Cualquier mexicano que haya visitado Asia podrá afirmarlo. Sin embargo, descubrimos un atajo, la gastronomía. La enseñanza tradicional de las abuelas esconde una verdad profunda: la mejor manera de conquistar a un hombre es a través del estómago.

Hablar francés me costó meses de estudio, visitas a la biblioteca Pompidou y luchas internas contra la ansiedad. Pero, desde el primer día, el quiche me rindió a sus pies. ¿Quién diría que espinacas, masa y queso eran el secreto para cautivar a un intolerante a la lactosa? Curiosamente, el panadero al que compraba mi reglamentaria baguette matutina (en un intento de practicar la costumbre como lo hace un etnógrafo) fue la primera persona con quien sostuve una conversación en francés. Cumpliendo mis expectativas, el panadero se llama Pierre (sólo Jean hubiera sido más predecible). Desde el día uno corrigió mi pronunciación de los artículos indefinidos y, conforme pasaba el tiempo, mi conjugación del pretérito imperfecto y del futuro simple. Porque lo único que los franceses aman más que su pan es su lengua.

Las estancias tienen otras ventajas además de permitirnos entablar amistades pedagógicas con panaderos, una de las más importantes es poder revisitar un lugar de manera constante. En la visita corta uno abarca sitios: la Torre Eiffel, el Louvre, un jardín cuyo nombre no recuerdas ahora, el restaurante “aquel en donde comimos por Montmartre”. Es una lectura fotográfica de la ciudad, una historia que reconstruimos mientras hojeamos el álbum. La estancia, por el contrario, se convierte en una película de esas que vemos una y otra vez para encontrarle los detalles. Te bajas en la estación de metro Cluny-La Sorbonne, caminas hacia el Barrio Latino, ayer comiste una crepa, hoy tomas un café, miras la Fuente de Saint-Michel y escuchas a los jazzistas tocar, tienes tiempo de sobra, entonces caminas hasta el Puente del Arzobispado para llegar a Notre Dame por el contrafuerte, notas las aguas del Sena más altas que de costumbre…

La diaria exploración de rutas me permitió descubrir la vieja verdad gastronómica de Francia: el sabor no está en el precio, sino en la autenticidad. Quien dice que comer bien en París es caro sólo la ha conocido de paso. Claro que una merienda en Le Procope es obligada, pero lo que hace de su menú una tradición no es la exclusividad, es absorber la sazón de su cultura y elegir para cada noche lo mejor de ella. Mi encuentro con el corazón de Francia fue en las brasseries, ahí se entra en comunicación con ella. Mientras la monumentalidad de su arquitectura es conmovedora al grado de saturar los sentidos y robarnos las palabras, un simple visitante puede entablar un diálogo fructífero con su bistec con papas a las siete de la tarde, después de un día de trabajo. A esa hora hasta el parisino más serio te invita a su mesa, te ofrece un cigarro y platica contigo de política aunque tardes más de un minuto en articular una opinión. Algún tiempo después, mi mujer consiguió un trabajo en Corea del Sur. La barrera cultural era impresionante. Los primeros meses aprendimos un coreano muy básico, podíamos entender letreros públicos para no perdernos tanto, pedir taxis y comida en la calle. Pero, ¡ah…la comida! Cuando llegamos, nuestros anfitriones nos dieron una bienvenida grata y durante semanas fuimos a probar lo exótico y lo lujoso: pulpo vivo, anguilas vivas, soju (del bueno), parrilladas secretas en apartadas montañas boscosas, pescados “más frescos que los que sirven los japoneses”. Sin embargo, meses más tarde, nuestros compañeros se sorprendían cuando confesábamos que nuestro plato favorito era el kalguksu, una sopa hecha con fideos de arroz gruesos, cereales y verduras de la temporada. “¿Kalguksu? Es algo que prepara mi abuela todos los días”, nos decían con extrañamiento. Posiblemente sea mi percepción como mexicano. Cuando estoy fuera, lo que más resiento es no poder comer chilaquiles. (Claro… las fechas importantes, nuestra diversidad mestiza, nuestro espíritu barroco y los albures…pero los chilaquiles me rompen el corazón.) Y tal vez es por ese motivo que me resulta más fácil identificarme con los guisos caseros de otras culturas que con su alta gastronomía. Los alimentos son el primer gran encuentro con la profundidad del otro al que empiezas a conocer. No por nada los grandes momentos de la historia incluyen siempre un banquete y la tradición del servicio hospitalario ha ido siempre acompañada del servicio gastronómico. Un viajero contempla los monumentos de otro país, se conmueve con las músicas locales, crece intelectualmente con su literatura y el intercambio académico, pero la gastronomía es, literalmente, un paseo por las entrañas de una cultura.

Por Héctor R. Sapiña Flores